martes, 20 de septiembre de 2011

El Cobarde (Cuento de Guerra)


El Cobarde
(Cuento de Guerra)
Críspulo Cortés Cortés
"El hombre de la Rosa"


Dedicado a los hombres que respetan la vida de sus compatriotas en una Guerra Civil.


EL ALEMÁN DE LA BRIGADA
Desde que Hausman efectuó su entrada en España para tratar de poder integrarse en las brigadas de combatientes internacionales, para poder combatir por la libertad de elección de todos los pueblos a poder gobernarse democráticamente a su forma y manera, en este caso era a favor de la defensa de la nueva República española que había sido elegida por el pueblo. El súbdito alemán que era originario del estado de Baviera y se apellidaba Hausman por la mayor desgracia de su difunto padre que había muerto en combate en la primera Guerra Mundial. Creía, que por su manera de ser y de comportarse ante los demás miembros de su entorno social, que era el más desdichado de los hombres. 
Era de talla excesivamente gorda y voluminosa, le costaba bastante esfuerzo caminar, lo que dificulta sobre manera sus resuellos, cuando pretendía hacer cualquier clase de ejercicios físicos para tratar de adelgazar. Además le dolían espantosamente unos formidables pies, gastaba de zapatos el número 46, y porque el desdichado ciudadano alemán los tenía planos y excesivamente gruesos. 
Amén de todas estas dificultades añadidas, nuestro bueno y compasivo hombre, era un ser de carácter ciertamente pacifico y bondadoso, aunque no fuese magnánimo, tampoco es sanguinario ni cruel con los demás seres que habitualmente le asediaban. Era padre de cuatro hermosos hijos a los cuales él adoraba con verdadera pasión y ternura y nuestro bondadoso alemán estaba esposado con una joven y proporcionada rubia, llamada Bárbara, de cuyas ternuras cuidados y besos nuestro brigadista echaba terriblemente de menos, pero sobre todo lo superfluo él añoraba las caricias y los besos de su amada esposa cuando el brigadista alemán se enfrentaba por las noches con su propia conciencia y su afán por recordar cuando se le aproximaba el silencio y la obscuridad, a sus seres queridos. 
Le gustaba levantarse tarde y acostarse pronto, co-mer lentamente cosas buenas y tomarse una cerve-za en las cervecerías. 
Pensaba además que todas las dulzuras de la exis-tencia desaparecen con la vida y encerraba entre lo más recóndito del corazón, un odio espantoso, ins-tintivo y racional al mismo tiempo, hacia los cañones, los fusiles, los revólveres y los sables, pero sobre todo hacia las bayonetas, sintiéndose incapaz de manejar adecuadamente a esta arma rápida para defender su grueso vientre.
Cuando se acostaba en el suelo, llegada la noche, envuelto en su capote junto a unos camaradas, que roncaban, pensaba largamente en los suyos, deja-dos allí lejos, en los ingentes peligros que alfom-braban su camino: 
Sí a él lo mataban: 
¿Que seria de los niños? 
¿Quien los alimentaría y los educaría? 
Incluso, ahora no eran ricos, pese a las deudas que él había contraído al marchar para dejarles algún dinero. 
Hausman lloraba a veces. 
Al comenzar una batalla sentía tal debilidad en las piernas, que se habría dejado caer al suelo, si no hubiera pensado que el ejército entero del enemigo pasaría sobre su cuerpo muerto. 
El silbido de las balas al pasar le ponía los pelos de punta. 
Desde hacia varios meses vivía, así, aterrorizado y angustiado.
Cuando el Cuerpo de Ejército al que pertenecía la Brigada Internacional, avanzaba hacia el frente de Valsequillo, lo enviaron de reconocimiento con un reducido destacamento que debería limitarse a ex-plorar esta parte de la sierra cordobesa, y después replegarse a continuación. 
Todo lo que les rodeaba parecía calmado en la alta campiña cordobesa; nada les indicaba una posible resistencia que ya estuviese preparada de antema-no por el enemigo.
Ahora bien, cuando los soldados republicanos ba-jaban con toda tranquilidad a un vallecillo cortado por profundos barrancos, una violenta descarga de fusilaría los detuvo en seco, derribando heridos o muertos a cerca de veinte hombres; y una tropa de francotiradores, saliendo repentinamente por entre los altos canchos de granito, se lanzo hacia delan-te, con la bayoneta calada.
Hausman se quedo inmóvil al principio por tan te-rrible susto y tan sorprendido y enloquecido que ni se le ocurrió huir. 
Después, le asaltó un loco deseo de salir a escape; pero pensó, al punto que corría como una lenta tor-tuga, en comparación con los entrenados fascistas que llegaban en tropel saltando como un rebaño de cabras, que estaba perdido, que estaba muerto. 
Entonces, divisando a seis pasos de él una ancha zanja llena de malezas, que estaba cubierta de ho-jarasca seca, saltó a ella a pies juntillas, sin pensar siquiera en su profundidad, como se salta desde un puente al río. 
Pasó como una flecha, a través de una espesa capa de jaras y de zarzas espinosas y puntiagudas que le desollaron la cara y las manos, y después se cayó pesadamente sentado sobre un lecho de piedras.
Al levantar los ojos, vio el cielo por el agujero que había hecho al penetrar su cuerpo en el hoyo.
Como el agujero revelador podía traicionar su pre-sencia, lo disimulo como bien pudo, y después se arrastró con precaución, a cuatro patas, hasta el fondo de aquel hoyo, bajo el techo de ramajes en-trelazados escandiéndose lo más deprisa que podía y alejarse del lugar del combate. 
Después se detuvo y se sentó de nuevo, agazapado como si fuese una liebre entre las altas hierbas secas y los espinos que le rodeaban por doquier.
En estas condiciones, nuestro hombre oyó durante cierto tiempo, infinidad de detonaciones, de gritos y de quejas. 
Después, poco a poco, los clamores de la lucha se debilitaron y de repente cesaron. 
Todo volvía a estar mudo y calmo.
De pronto algo se removió cercano a él. 
¡Tuvo un espantoso sobresalto! 
Pero era un vulgar pajarito que, habiéndose posado en una rama, agitaba las hojas secas. 
Durante casi una hora larga, el agitado corazón del brigadista Hausman palpitó con latidos acelerados.
Caía la noche, llenando de sombras el barranco. 
El soldado se puso a meditar. 
¿Que iba a hacer? 
¿Que sería de él? 
¿Reunirse de nuevo con el ejército republicano?... 
Pero... ¿como? 
¿Y por donde? 
¡Tendría que volver a empezar la horrible vida de angustias, de espantos, de fatigas y de sufrimientos que llevaba desde el inicio de la guerra! 
¡No! 
¡Se sentía ya sin valor para eso! 
Él no tendría la energía necesaria, ni el coraje para soportar más las largas marchas, ni tampoco podía afrontar los ingentes peligros a cada minuto:
¿Que hacer? 
No podía quedarse en aquel barranco y ocultarse allí hasta el final de las hostilidades. 
¡No!, claro que no podía. 
Si no hubiera tenido necesidad de comer, aquella perspectiva no le hubiese aterrado demasiado; pero había que comer, y todos los días.
Se encontraba, así, solo, con armas, de uniforme, en un territorio que podía ser del enemigo, lejos de quienes podían defenderlo. 
Leves temblores corrían por su piel.
De repente pensó: 
¡Si al menos me hubieran hecho prisionero! 
Y fue entonces cuando el corazón se estremeció de deseo y de una ambición violenta, inmoderada, de ser hecho prisionero por los fascistas. 
¡Prisionero! 
Estaría a salvo, alimentado, alojado, a cubierto de las balas y de bayonetas que ensartaban la carne, sin el menor recelo de estar muerto en combate, en una buena cárcel bien custodiada. 
¡Prisionero! 
¡Que sueño!
Y de inmediato tomo una resolución definitiva.
¡Intentaría entregarse como prisionero de guerra! 
Se levantó muy resuelto a ejecutar su proyecto sin perder un minuto. 
Pero se quedo inmóvil, asaltado de pronto por unas enojosas reflexiones y por sus nuevos terrores.
¿Donde entregarme prisionero? 
¿Como? 
¿Hacia que lado? 
Y al instante las espantosas imágenes de la muerte, invadieron su alma.
Si se decidía a hacerlo ahora, debía correr terribles peligros, aventurándose solo, con su casco y con su arma, por la campiña.
¿Y si se encontraba con campesinos? 
Muy posiblemente estos, al descubrir a un militar extranjero perdido y además soldado Internacional armado, él lo pasaría muy mal. 
¡Lo matarían como a un perro vagabundo! 
¡Lo destrozarían con sus horquillas, sus picos, sus hoces, sus palas! 
Lo harían papilla y picadillo, con el ensañamiento de los vencedores exasperados.
¿Y si se encontraba con falangistas? 
Los falangistas, insensatos sin ley ni disciplina, lo fusilarían para divertirse, por pasar el rato sólo por reírse viendo su cara. 
Y se veía ya pegado al muro frente a doce cañones de fusil, cuyos agujeritos redondos y negros pare-cían mirarlo.
¿Y si se encontraba con el propio ejército fascista?
Los hombres de vanguardia lo tomarían por explo-rador rojo, por un atrevido y astuto y osado solda-do que había salido de reconocimiento y tirarían a matar sobre él. 
Ya oía las detonaciones irregulares de los soldados tumbados entre los jarales, mientras él, de pie en el centro de un campo, caía herido, agujereado como un colador por unas balas que él ya sentía penetrar en su carne.
Volvió a sentarse, desesperado. 
Su situación le parecía sin salida.
La noche había caído del todo, la noche muda y negra. Nada en el vasto campo andaluz de la Sierra se movía, mientras tanto el brigadista Internacional se estremecía con todos los ruidos desconocidos y ligeros que cruzan por las tinieblas. 
Un conejo, al golpear con la culera el borde de una madriguera, a punto estuvo de hacerle escapar des-pavorido a Hausman. 
Los chillidos de las lechuzas en la noche le desga-rraban el alma, invadiéndola con miedos repenti-nos, tan dolorosos, como su fuesen producidos por una herida de bala. 
Desencajaba sus grandes ojos para tratar de ver en las sombras y a cada momento se imaginaba que él oía pasos cerca.
Tras interminables horas y angustias de condenado vio a través del apretado techo de ramajes, que el cielo clareaba. 
Entonces lo inundó un inmenso alivio; sus miem-bros se relajaron, descansados de pronto, su cora-zón se apaciguó y entonces se le cerraron los ojos y se durmió.
Cuando se despertó, a Hausman le pareció que el sol había llegado, más o menos, al centro del cielo, ya que debía ser mediodía. Ningún ruido turbaba la taciturna paz de esos campos y entonces cuando se dio cuenta de que lo que le pasaba, era que tenía mucha hambre y Hausman se lamentó.
Bostezaba, la boca se le hacia agua al pensar en el salchichón, en el buen salchichón de los soldados; y el estómago le dolía.
Se levantó, dio unos pasos, sintió una flojera en las piernas, y volvió a sentarse para reflexionar.
Durante dos o tres largas horas más pesó los pros y los contras, cambando a cada instante de decisión, dudoso, desgraciado, atraído por las razones más encontradas.
Hasta que al final una de las ideas le pareció lógica y práctica; consistía en acechar el paso de un al-deano solo, sin armas, y sin aperos peligrosos, y en correr hacia él y ponerse en sus manos, haciéndole comprender claramente que se rendía.
Entonces se quitó el antiguo casco, que eran restos de la primera Guerra Mundial, que llevaban los de la Brigada Internacional, y que podía traicionarle, y sacó toda la cabeza por entre el borde del hoyo, con infinitas precauciones.
Ningún ser aislado aparecía en el horizonte. 
Allá abajo, hacia la derecha, él veía un pueblecito que enviaba al firmamento el humo de sus tejados.
¡Es el humo de las cocinas! 
Pensó muerto de hambre. 
Allá, algo más a la izquierda, distinguía al final del encinar, donde veía la grácil silueta del castillo de Belálcazar.
Esperó hasta que llegase la noche profunda, su-friendo horrorosamente, sin ver más que vuelos de cuervos y sin oír nada más que los sordos lamentos de sus tripas.
Y la larga noche volvió a caer sobre él.
Se tendió en el fondo de su refugio y Hausman se durmió con un sueño febril, poblado de pesadillas, con un sueño de hombre hambriento.
La aurora se alzó de nuevo sobre su fría cabeza y todavía no se había movido del sitio. 
Reanudó su observación. 
Pero el campo seguía tan vacío como la víspera; un nuevo temor penetró en el espíritu de Hausman:
¡El temor de morir de hambre! 
Ya se veía extendido en el fondo de un hoyo, de espaldas, con los ojos cerrados. 
Después veía visiones de los animales, animalillos de todas clases, que se acercaban a su cadáver y empezaban a comérselo, atacándolo por todas par-tes a la vez y deslizándose debajo de las ropas para morder su piel fría, mientras un enorme cuervo le sacaba los ojos con su pico afilado.
Entonces enloqueció, imaginándose que ya estaba a punto de desmayarse por la extrema debilidad y que no podría caminar y ya se disponía a lanzarse hacia el pueblo, resuelto a atreverse a todo, a desa-fiar todo, cuando vio a tres campesinos que cami-naban hacia los campos con las horquillas al hom-bro, y volvió a hundirse en su escondrijo.
Pero cuando la noche oscureció la llanura, el sol-dado republicano Hausman salió muy lentamente desde la zanja que le había ocultado hasta ahora y se puso a caminar, encorvado, temeroso, con el co-razón palpitante, al pueblo del castillo, prefiriendo entrar allí que en el otro pueblo, que le parecía tan temible como una guarida llena de tigres.
Antes de llegar, se tropezó con la casona de piedra de un cortijo y por una de las ventanas de la planta baja que estaba iluminada y abierta, percibió un in-tenso olor de carne guisada que se escapaba por el hueco, un olor que le penetró bruscamente por la nariz y que le siguió hasta el fondo del vientre de Hausman, lo crispó, le hizo jadear, atrayéndolo irresistiblemente, infundiendo en su débil corazón una desesperada audacia.
Y bruscamente, sin reflexionar en lo más mínimo, nuestro hombre apareció en el marco de la ventana con su casco y con cara de miserable pordiosero vio a los fascistas.
Ocho falangistas que cenaban en torno a una gran mesa, estaban celebrando sus conquistas de guerra. Pero de repente, uno de ellos se quedo con la boca abierta, dejando caer su vaso de vino al suelo, con los ojos fijos. 
¡Todas las miradas de los comensales siguieron a la suya!
¡Y entonces todos ellos aterrados, contemplaron en el marco de la ventana al enemigo rojo!
_ ¡Camaradas! 
Dijo uno de ellos y continuó: 
_ ¡Son los rojos que nos atacan de nuevo!
Resonó primero un grito, un único grito, formado por ocho gritos lanzados en ocho diferentes tonos, un grito de horripilante espanto, y después hubo un tumultuoso levantarse, alocado atropellarse y una barahúnda, seguida de la enloquecida huida hacia la puerta del fondo. 
Las sillas se caían, los hombres aterrados derriba-ban a los demás pasando por encima de ellos. 
En dos escasos segundos la estancia quedó vacía, abandonada, con una enorme mesa cubierta de un sabroso condumio frente al soldado Hausman que estaba estupefacto y seguía de pie ante la ventana.
Tras unos instantes de vacilación, nuestro hombre salvó el antepecho y avanzó hacia los platos. 
Su hambre desesperada le hacia temblar como un calenturiento.
Pero el terror lo retenía, lo paralizaba aún. 
Escuchó. 
Toda la casa parecía estremecerse.
Se cerraban las puertas, rápidos pasos corrían por el entarimado del piso de arriba. 
El Brigadista, inquieto, prestaba oídos a aquellos confusos rumores; luego oyó ruidos sordos, como si unos cuerpos hubieran caído en la tierra blanda, al pie de los muros de la casa, con si fuesen los cuerpos de seres humanos que saltaban al campo desde el primer piso.
Después cesaron todos los movimientos, la agita-ción, y la gran casona quedó totalmente silenciosa como si fuese una tumba.
Hausman se sentó ante un plato que había quedado intacto y empezó a comer. 
Comía a grandes bocados, como si temiera que lo interrumpiesen de pronto y él no pudiese engullir bastante comida. 
Con las dos manos se metía los trozos en su boca abierta como una trampa; y bultos de comida baja-ban uno tras otro a su estómago, hinchando su gar-ganta al pasar. 
A veces se interrumpía, a punto de reventar como un tubo demasiado lleno. 
Cogía entonces la jarra de vino y desatrancaba el estómago como quien limpia una cañería atascada.
Vació todos los platos, todas las fuentes y todas las botellas. 
Después, borracho de vino y comida, embrutecido, colorado, sacudido por los hipos, con el ánimo tur-bado y con la boca llena de grasa, se desabrochó el uniforme para respirar, incapaz de dar un paso, por la mucha glotonería del ansioso festín. 
Sus ojos se cerraban, sus ideas se embotaban. 
Entonces, sin darse ya cuenta de lo que hacia, posó la pesada frente sobre sus brazos cruzados sobre la mesa, y perdió suavemente la noción del tiempo y de los hechos.
Una media luna iluminaba vagamente el horizonte por encima de las encinas. 
Era esa hora fría que precede al día.
Mientras nuestro soldado dormía, unas sombras se deslizaban por entre las viejas encinas, numerosas y mudas y a veces un rayo de luna hacía relucir en la oscuridad una punta de acero.
La despejada casona del cortijo erguía su silueta blanca. 
Sólo dos ventanas brillaban aún en la planta baja.
De repente unas voces tonantes gritaron:
_ ¡Adelante! 
_ ¡Maldita sea! 
_ ¡Al asalto, por Cristo! 
Entonces, en un instante, las puertas, las contra-ventanas y los vidrios se hundieron ante una marea de hombres que se abalanzó, lo rompió y destrozó todo, invadiendo la casa. 
En un instante cincuenta soldados falangistas, del llamado Ejército Nacional, armados hasta los dien-tes se lanzaron al asalto de la casa y entraron en la cocina donde descansaba pacíficamente Hausman y, poniéndole en el pecho cincuenta fusiles carga-dos, lo derribaron, lo arrastraron, lo apresaron, lo ataron de pies y manos.
Él soldado Alemán de la República, resoplaba de aturdimiento, demasiado embrutecido para entender nada, apaleado, maltratado y loco de miedo.
Y fue cuando de pronto un grueso militar cargado de medallas sobre su camisa azul, le plantó el pie en el vientre, vociferando:
_ Es usted mi prisionero, maldito rojo: 
_ ¡Ríndase! 
El brigadista sólo entendió la palabra, prisionero, y gimoteó en bastardo español: 
_ ¡Me rindo! 
Los vencedores que resoplaban como ballenatos lo levantaron, lo ataron a una silla y lo examinaron con curiosidad. 
Varios de ellos se sentaron, pues no podían más de la emoción y del cansancio.
Mientras tanto Hausman entre los vapores del vino y la comilona, los sonreía, sonreía ahora, ¡seguro de estar al fin prisionero!
Otro oficial entrando dijo:
_ Mi coronel, los enemigos han huido. 
_ Parece que hemos herido a varios. 
_ Somos los dueños del cortijo.
El grueso militar, que se estaba enjugando la frente por el miedo que había pasado, vociferó: 
_ ¡Victoria! 
Y escribió en una pequeña agenda comercial que saco del bolsillo el parte de guerra:
"Tras encarnizada lucha, los rojos han tenido que batirse en retirada, llevándose sus muertos y sus heridos, que nosotros evaluamos en unos cincuenta hombres fuera de combate. Varios han quedado en nuestras manos."
El joven oficial prosiguió:
_ ¿Que disposiciones debo tomar, mi coronel? 
El coronel respondió:
_ Vamos a replegarnos para evitar un contraataque con artillería y fuerzas superiores. 
Y dio la orden de marcharse.
La columna se formó en la oscuridad debajo de las gruesas paredes de la casona, y se puso en movi-miento, rodeando por todas partes a Hausman, el soldado Alemán, que estaba agarrotado, sujeto por seis soldados fascistas con las pistolas empuñadas.
Se enviaron exploradores para reconocer el cami-no, mientras avanzaban con prudencia, haciendo alto de vez en cuando.
Estaba rayando el día cuando la pequeña columna llegaba a Hinojosa del Duque, cuya bandera de la falange había realizado aquel hecho de armas.
En las estrechas calles de pueblo los aguardaba la población ansiosa y sobreexcitada. 
Cuando algunos de estos civiles divisaron el casco del prisionero, estallaron formidables clamores de venganza y de muerte. 
Las mujeres alzaban los brazos; las viejas lloraban; un abuelo que lanzó su muleta al brigadista le hirió en la nariz a uno de sus guardianes.
El coronel chillaba:
_ Velen por la seguridad del cautivo. 
Por fin llegaron a la casa consistorial. 
Abrieron la cárcel y arrojaron en el interior al sol-dado Hausman, libre de ligaduras.
Doscientos hombres armados montaron la guardia alrededor del edificio.
Entonces, a pesar de los agudos síntomas de indi-estión que lo atormentaban desde hacía tiempo, el brigadista Alemán, loco de alegría, empezó a bai-ar, a bailar desenfrenadamente, alzando los brazos y piernas, a bailar lanzando gritos frenéticos, hasta el momento en que cayo, agotado y desfallecido al pie de la pared.
¡Era prisionero! 
¡Estaba salvado!
Cuando aún estaba amaneciendo, se abrió la puerta del calabozo del ayuntamiento de repente y el sol-dado Hausman fue conducido sin honor ni gloria, hasta la pared de piedra del cementerio en donde fue ejecutado por fusilamiento.
El sorprendido Hausman, ya estaba en el cielo de los alemanes, cuando quiso darse cuenta de lo que le había sucedido. 
Autor:

Críspulo Cortés Cortés
El Hombre de la Rosa.
Están reservados los derechos de autor de esta obra.
El manuscrito de este libro está depositado ante notario. RCDP.13555774-161137B.

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